Las manos de Antonia

Por Ana Vázquez (migasenlamesa.com)

Publicamos el TERCER texto que hemos recibido en la muestra de relatos cortos ‘Desconfinando la lucha’,

Las manos de Antonia tienen los dedos largos y huesudos, y la piel forma pequeñas arrugas allí donde comienzan las articulaciones y el dolor. Tienen las uñas muy cortitas y un poco mordidas. Sus manos menudas, con callos bajo las palmas y las muñecas ligeramente torcidas allí donde duelen, aplauden todas las tardes a las ocho en punto.

Cuando Antonia era pequeña, la maestra pensaba que tenía dedos de pianista. Su padre le decía que tenía manos de algodón, y ella se reía porque el algodón que recogía su abuelo para los patrones no tenía manos, ni dedos, ni tampoco tenía pies.

Tras los aplausos, Antonia se sienta un rato. Hay varias cartas sobre la mesita, y un papelito con un mapa. Abrir cartas le cuesta y a veces las deja apilarse fingiendo que no las ve, hasta que un día las cartas le miran tan fuerte que no puede ignorarlas. Abre el primer sobre. Sus dedos sujetan un papel lleno de palabras. Dicen que debe dos meses de alquiler. La siguiente es una factura de la luz. Antonia no entiende las facturas, qué son término de potencia y consumo, donde pone eso en su contador para que ella sepa cuánto puede gastar. Sigue abriendo cartas hasta que se acaban, y llora.

Antonia nunca fue pianista. Cuando salió del colegio se hizo lavandera. De rodillas en la fuente, estrujaba la ropa de otros entre sus dedos, la frotaba con jabón de castilla y aclaraba camisas, calzones y enaguas que a diferencia de sus manos, sí eran de algodón.

La tele dice que van a dar ayudas a la gente. Dicen cosas como virus, ERTE, cuotas de autónomo. De lo que entiende, solo sabe que se ha quedado al margen. Sin contrato, sin poder pagar autónomos, sin derechos. Una vez más, siente que flota en la última capa de la vida, esa donde nada llega porque todo se acaba mucho antes.

Apaga la televisión, cena dos galletas y se acuesta.

Fue con diecisiete años cuando en un camino a oscuras, su mano rozó otra mano, en un descuido fingido, que erizó su pelo bajo la nuca. Se puso roja y salió corriendo. Se casó con Agustín dos años después. Cuando migraron a la ciudad, Antonia siguió lavando ropa en las casas de los barrios bien. Aprendió a cocinar, planchar blusas de seda, sacar brillo al mármol y poner biberones de leche de fórmula.

Cuando se despierta, abre las persianas y la nevera. Encuentra luz y poco más. Hace café, y come una naranja; no queda mucha comida. Piensa qué diría Agustín si estuviera con ella. No pasa un sólo día que no piense en el accidente en la obra, la corona de flores tan bonita que le mandaron, los papeles que por error no estaban presentados, el arnés que nunca apareció y ningún seguro se hace cargo de nada. En su mísera pensión de viudedad.

Las manos de Antonia, esas manos que aplauden cada día, hace dos meses que no trabajan para otros.

Tampoco llevan a casa el sustento para la vida. Antonia no sabe qué es el virus ese del que habla la tele, pero desde que llegó, se ha empezado a llevar su vida. Sus jefes le pidieron que no volviera durante un tiempo. Con su pensión llena a medias la nevera y compra los medicamentos más importantes, no todos. Tampoco sabe cuánto va a durar, qué siente uno cuando se contagia y si contagiarse puede ser peor que esto.

Antonia nunca ha pensado en ellas, pero sus manos huesudas y pequeñas con dedos de pianista, han trabajado toda la vida para los demás. No han firmado ningún contrato, ni llegado más allá de cocinas y baños ajenos.

Han cuidado de quienes ahora la desechan como un servicio prescindible, y olvidan esas manos que les sostuvieron.

Las manos de Antonia encontraron hace días entre sus cosas un papelito que le hizo pensar. Dice “Vecinos en lucha”. Ella no entiende muy bien qué significa, pero habla de despensa solidaria, de inquilinos precarios, de derechos. Hay un pequeño mapa dibujado y una cita.

No sabe que va a encontrarse, pero Antonia cree que nunca es tarde para obtener una respuesta.

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